Igor Bombín. Neuropsicólogo y Director Clínico de Reintegra.
¿Te imaginas encontrarte que tu pareja ya no es la persona con la que te casaste o decidiste poner en marcha un proyecto vital? ¿O tu padre o madre? ¿O tu mejor amigo/a? ¿O tu hijo/a? Imagina que hayan sufrido un cambio de personalidad por derrame cerebral u otro daño neurológico adquirido.
Su aspecto es el mismo, su cara, sus andares, incluso conserva sus manías, costumbres… pero de alguna manera, percibes que no es la misma persona. Donde antes era comedido y prudente, ahora es todo impulsividad e irreflexibilidad. Antes era trabajadora y responsable, ahora deja todo a medias, abandona a la primera, y ni siquiera le molesta no cumplir con sus obligaciones mínimas.
Toda la vitalidad y energía previa, se han convertido ahora en desidia, abandono, falta de iniciativa, incluso aislamiento social. Antes era la reina de las fiestas, todos alababan lo buena amiga que era, y ahora, resulta fría, superficial, y no parece interesada en los demás. De hecho, el cambio más frecuente y que mayor dolor produce a sus familiares y otros allegados, tiene que ver con cambios en lo emocional, y específicamente, en las relaciones con los demás.
Probablemente, habría una pérdida de empatía, falta de resonancia emocional, una afectividad plana. Es decir, una ausencia de reacción emocional a los problemas de los demás, de hecho, sin son de índole emocional, puede que ni siquiera se percate de que la otra persona lo está pasando mal. Cuando los demás comparten sus problemas con él o ella, se percibe una falta de eco emocional, de compartir esa emoción y por tanto, se hace evidente la incapacidad para dar un mínimo apoyo emocional, o que la otra persona se siente comprendida y acogida (no digamos consolada o reconfortada). Es llamativo además, que estos cambios suelen suceder sin que la persona que ha cambiado reconozca en sí mismo un cambio sustancial.
>Esto sucede y es real. Estos cambios aparecen con relativa frecuencia a consecuencia de un daño cerebral o neurológico, como un ictus, un traumatismo cráneo-encefálico, tumor cerebral, demencia. Estas patologías pueden causar un daño en las áreas cerebrales que gestionan nuestra capacidad para la empatía, y a los mecanismos que regulan nuestra conducta: los que consiguen ponernos en marcha aunque no nos apetezca (como madrugar e ir a trabajar a pesar del sueño que tenemos); o frenarnos cuando lo que realmente nos pide el cuerpo es seguir adelante (dejar de comer algo que nos encanta, aguantarse las ganas de hacer un comentario gracioso, aunque inapropiado en ese contexto).
Cuando pensamos en quiénes somos, nuestra identidad, la esencia que nos define casi con toda seguridad, tendemos a ver nuestra identidad como un continuum, es decir, que esencialmente somos la misma persona de siempre, si bien con algunos matices:
- los cambios propios de la edad
- cambios en nuestras prioridades
- o asociados a eventos importantes (paternidad/maternidad, jubilación, comienzo de la vida laboral, vida en pareja, etc.).
Esta idea de permanencia de nuestra esencia, de nuestro YO, está tremendamente arraigada en nuestro pensamiento o filosofía personal.
Independientemente de nuestra confesión religiosa, probablemente todos compartimos la idea de qué es el alma, no tanto desde un punto de vista teológico, pero sí en lo que tiene de una esencia que define nuestro YO y que es perdurable a todo, incluso a la propia muerte.
Pero cuando ocurre un daño cerebral (como un ictus, un traumatismo cráneo-encefálico, tumor cerebral, demencia) puede producirse una ruptura drástica con su forma de ser. Lo que nos hace plantearnos nuestra propia esencia, en esa permanencia absoluta de nuestro YO que concebimos como inherente a nosotros mismos. En definitiva, el daño cerebral no hace sino poner sobre la mesa nuestra propia fragilidad.
¿Cómo reacciona la persona cuya identidad se ve súbitamente truncada?
¿Lo vive como una ruptura drástica de ese continuum de tal forma que percibe que se ha convertido en alguien radicalmente diferente?
¿Cómo crees que lo vivirías tú?
Todos reconocemos cambios más o menos sutiles o visibles en nuestra forma de ser, pero los concebimos como una evolución natural, e incluso necesaria. En ningún caso supondría derribar los pilares de nuestra estructura de personalidad y crear otra de la nada. Es más, como seres humanos, mostramos una marcada resistencia a modificar nuestra visión de nosotros mismos. Cuando nos pillamos haciendo algo impropio de nosotros, o incluso censurable desde nuestra propia ética personal, nuestra primera reacción es atribuir este cambio en nuestra forma de obrar a circunstancias externas, no a un cambio en nosotros mismos. Si me considero responsable y eficaz en mi trabajo, pero esta vez no he cumplido con los objetivos que me había propuesto, probablemente achaque este fracaso a diferentes avatares, como exceso de trabajo, problemas personales, dificultades en la gestión, el resto no ha cumplido con su parte… todo lo que me permita seguir considerándome una persona responsable y eficaz. Lo más curioso, es que esto suele suceder de tal forma que prevalece una imagen positiva de nosotros mismos: no solo sigo siendo el mismo de siempre, sino que en esencia soy una buena persona, aunque a veces, arrastrada a cometer errores, en todo caso (si me los llego a reconocer como tales) muy puntuales y esporádicos. Así que en definitiva, la persona que sufre estos cambios drásticos en su forma de ser, en la mayoría de los casos, no los percibirá como tales y los reinterpretará como consecuencia de factores externos. Todo ello deriva en una mayor preocupación y dificultad para la convivencia con su familia y seres queridos, que tienen que asimilar este cambio de personalidad, y además afrontar la negativa de la persona a hacer cambios, porque en esencia no ve que sean necesarios (ya que sigue siendo el/la mismo/a de siempre).
Es por lo tanto fundamental, que quienes nos dedicamos a la neuro-rehabilitación de personas con daño cerebral adquirido, prestemos especial atención a estas cuestiones, y atendamos a la familia y círculo de intimidad:
- Explicando por qué suceden estos cambios
- Facilitando estrategias para manejar las nuevas conductas (muchas de ellas, tremendamente disruptivas) y dando espacio a la frustración, desasosiego, ansiedad y los sentimientos encontrados que se producen.
Y es que cuando hablas con los familiares, suelen ser estos cambios en la personalidad o forma de ser, lo que más angustia y carga emocional les generan, más incluso que problemas de movilidad o de memoria. El daño cerebral afecta a los pacientes, pero por igual (o más) a las familias y allegados. Es nuestra responsabilidad atenderles y ayudarles en este proceso de duelo por la pérdida de la persona que ya no está, y en la aceptación de la nueva persona. O, ser capaces de despedirse de ella.
¿Cuántos de nosotros aceptaríamos seguir viviendo juntos, si una mañana nuestra pareja resulta que no es la misma?